El buzo que descubrió la acuicultura

El buzo que descubrió la acuicultura

El buzo que descubrió la acuicultura

Ondas azules

Cruzar entre el Faro de la Curra y el Faro de Navidad es como salir de un castillo inexpugnable. La lancha avanza sobre el mar Mediterráneo y el primer sol descubre las baterías defensivas de artillería de San Isidoro y Santa Florentina, en el frente de levante. Las filas de contenedores se empequeñecen con la distancia hasta que solo se ve un lego de muchos colores. A poniente, el Fuerte de Navidad y los túneles horadados en la roca para esconder submarinos. La bocana del puerto de Cartagena es un tratado de historia militar: la batería de Fajardo, San Leandro, Comandante Rayo y el Castillo de Galeras coronan las cumbres de un paraje abrupto de acantilados y calas escondidas con instalaciones de la Armada Española en sus fauces. Del puerto de Cartagena solo se sale, no se puede entrar sin llamar a la puerta. La ciudad todavía conserva la belleza de los lugares que fueron inaccesibles en algún momento de su historia reciente.

“Si queremos comer pescado, tiene que ser mediante la acuicultura. Imagínate que tuviéramos que cazar toda la carne que consumimos”

faro de la isla Escombreras
Antonio, acuicultor

Pasado el faro de la isla Escombreras, un pescador mueve una camiseta en señal de auxilio desde un barco a la deriva que se dirige a las rocas. El motor está averiado. Antonio descuelga la radio y avisa a uno de los barcos de la compañía para remolcarlo a puerto. La vida en el mar, como en la montaña, solo se entiende desde la solidaridad del que sabe de sus peligros y cambios de humor repentinos. Antonio es un hombre de mar, su tez de cuero, tras años de sol y salitre, le delata. Pasa el trayecto apoyado en la cabina, en la proa de la embarcación. Habla poco, parece que prefiere mirar el horizonte. Un gesto con el brazo es el aviso de que ya se ven. A lo lejos aparecen los viveros de lubinas.   

Frente a las instalaciones, en la costa, se abre la playa de El Gorguel como un remanso de arena oscura y pocos bañistas, si se compara con las aglomeraciones que unos kilómetros más al norte recibe la Manga del Mar Menor. Al cruzar entre los viveros, Antonio pide al patrón que no se acerque demasiado. La lubina es muy sensible a cualquier alteración de su entorno. Hay redes sobre las estructuras flotantes para evitar los picos de los alcatraces y las gaviotas. “No queremos que se estresen. Su bienestar y tranquilidad son la prioridad”, señala.

“La acuicultura ha democratizado este pescado sin forzar los ecosistemas marinos”

Olas de mar
Líneas con puntos azules

La lubina habita en aguas costeras poco profundas, cerca de los litorales rocosos y las desembocaduras de los ríos. “Es un depredador insaciable, muy nervioso, por eso los buzos no entramos en las jaulas si no es estrictamente necesario”, explica Antonio, ahora jefe de la planta de El Gorguel, aunque durante muchos años estuvo al cargo del equipo de buceadores. Todavía se viste de neopreno cuando la gestión de la planta y los trámites administrativos le dejan. Lo necesita.

Ahora gestiona todo el equipo, vela por la alimentación y la salud de los ejemplares durante el engorde, su principal función; controla los tiempos y las etapas de cada una de las nuevas generaciones que entran, organiza la logística, asegura que se cumplan las normativas en vigor; mantiene al día las relaciones con las administraciones públicas y con la dirección de la empresa. Y lo hace con ese carácter silencioso y meticuloso. Cuando lidias con las variables del mar aprendes a valorar el rigor y el detalle en cada una de las acciones, ya sea manejar una barca o estudiar las normas medioambientales. Su labor es conseguir el equilibrio entre los ciclos naturales y los de producción. “El éxito de nuestro trabajo se mide, en parte, por los resultados biológicos conseguidos y la calidad del pescado”, afirma.

Acuicultor Antonio en la embarcación

“El éxito de nuestro trabajo se mide, en parte, por los resultados biológicos conseguidos y la calidad del pescado”

faro de la isla Escombreras

De niño, Antonio vivía a 200 metros del puerto de Cartagena. Escapaba cada día a jugar y curiosear entre los bloques de la dársena. Estudió Ciencias Químicas, pero no era lo suyo. Lo suyo era el mar. Siempre estuvo ahí, en su ventana, como una necesidad vital a la que no sabía cómo darle forma profesional. Las dudas le llevaron a alistarse en el Ejército. En la Marina, claro. Allí completó el curso militar de buceo. “Fue definitivo. Lo acabé y me dije: por aquí voy a tirar”, resume orgulloso. Cuando dejó la Armada, cinco años después, las opciones laborales para un buzo profesional no le atraían demasiado. “Hasta que descubrí la acuicultura. Bucear y animales. Perfecto. Es lo que más me gusta. No me he arrepentido ni un solo día”.

Y eso que pasó por momentos complejos. En sus primeros trabajos como buceador de acuicultura se dedicaba al atún. Viajaba a bordo de atuneros por todo el Mediterráneo. El atún no se reproduce en cautividad, aunque a nivel científico y a pequeña escala ya comienza a conseguirse, así que los barcos detectan los cardúmenes, los atrapan, y los conducen a las instalaciones costeras para engordarlos. Pasaba meses fuera de casa, y eso que al principio era una fuente de aventuras y motivación le empezó a pesar cuando formó una familia y cuando una de esas aventuras acabó en un secuestro en aguas internacionales a manos del ejército libio. La compañía para la que trabajaba pagó el rescate y todo quedó en anécdota. Cosas del mar.

Líneas con puntos azules
Antonio en la embarcación

“La acuicultura es uno de los medios más sostenibles, tanto para el medio ambiente como para la calidad de la alimentación. Esto es indiscutible. Es el futuro de la alimentación”

“La acuicultura de la lubina es más tranquila”, bromea mientras una pareja de delfines curiosos nada entre las instalaciones y la lancha. Antonio se siente como un ganadero del mar que controla, conoce y cuida de su rebaño. Esto le motiva tanto como antes le impulsaron los viajes por el Mediterráneo. No es un trabajo al uso. Él lo ve como una necesidad real. “Si queremos comer pescado, tiene que ser mediante la acuicultura. Imagínate que tuviéramos que cazar toda la carne que consumimos. La acuicultura es uno de los medios más sostenibles, tanto para el medio ambiente como para la calidad de la alimentación. Esto es indiscutible. Es el futuro de la alimentación”.    

Y la Región de Murcia, siempre atenta a los horizontes marinos y a los económicos, no ha perdido el paso. Es una de las zonas de España con mayor actividad acuícola por kilómetro de costa. Es pionera en la regulación y planificación de los espacios dedicados a la acuicultura. Si el atún es el rey de las granjas marinas de esta zona, la lubina es la reina. Una tercera parte de la cosecha nacional de lubina se da en el litoral murciano. Más de 7.000 toneladas en 2022. Antonio lo atribuye a la calidad de las aguas, a la temperatura y a la protección natural que ofrecen sus cabos y golfos contra los temporales.

Embarcación

La Región de Murcia es una de las zonas de España con mayor actividad acuícola por kilómetro de costa

La granja marina de El Gorguel cuenta con 32 viveros. Las lubinas se reproducen en otra planta, en tierra, y entran en los viveros cuando son alevines. Allí se las alimenta hasta alcanzar la talla comercial, unos 22 meses aproximadamente. Durante este tiempo, un equipo de biólogos y submarinistas cuidan de su bienestar para que el pescado tenga una calidad inigualable. Hubo un tiempo en el que los precios de la lubina eran tan inaccesibles como el puerto de Cartagena. “La acuicultura ha democratizado este pescado sin forzar los ecosistemas marinos”, señala Antonio, y agradece degustar de forma más asidua el asado de lubina que prepara su madre.

Todavía lo cocina en esa misma casa donde nació Antonio, a 200 metros del puerto de Cartagena. En ese mundo salado que mira de soslayo al interior. O ni siquiera lo mira, como él reconoce. “No me llaman los lugares de interior; de hecho, la única ciudad de interior que he visitado es Madrid”. Las despedidas de los viejos lobos de mar mezclan siempre coraje y fatalidad, un destino que parece escrito en las mareas, en los vientos, en el horizonte infinito de los océanos que abducen a algunas personas y, sin saber cómo, se enamoran del mar hasta lo más profundo. “Necesito la humedad y el salitre. Necesito bucear. Lo haré hasta que pueda, hasta que me dejen”.

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